LA CALLADA LABOR DEL DESPERTADOR

 

Estuvimos en Lisboa, una semana formidable, visitando la ciudad y los alrededores, los palacios de Sintra, tan hermosos lugares… Muy recomendable todo aquello. Aquellos días se habían terminado y con las retinas aún impresionadas por tanta belleza tocaba volver. Venía conduciendo más de siete horas ya y paramos para descansar un poco antes de atacar la última etapa.

Un avezado camarero me preguntó qué quería, un café doble, por favor, fue mi respuesta. Se me queda mirando y me pregunta: “pero de doble carga?”, mientras prepara la cazoleta de la cafetera. Correcto, eso es, le digo. “Entonces quiere un despertador”. Me pareció una muy buena descripción, y me quedé pensando en el nombre que le había dado.

Lo primero fue, claro, el aparatito al que odiamos cada madrugada.

Luego pensé en aquellos palacios y en sus ocupantes originales. Cuando eran palacios reales y no, como ahora, nacionales. A algunos cortesanos afortunados se les permitía dormir en el mismo aposento que el rey: éste debía estar siempre acompañado, para que no hubiera oportunidad de que se aburriese. Estos afortunados tenían que dormir en el suelo, pero esto era mal menor porque el honor era muy alto. No puedo imaginarme a alguien de cuarenta años, por aquella época ya considerados ancianos, disfrutando del honor de poder dormir en el suelo a los pies del lecho de su rey.

Entre aquellos lacayos que se encargaban de las cocinas, las limpiezas, los suministros, las caballerizas, … debía de haber un oficio especial: el de despertador. Antes de que los mayordomos y vestidores pusieran al monarca sus lujosos ropajes el despertador debería ejercer su oficio: sacar al monarca de los “brazos de Morfeo”. Aquel lacayo era muy afortunado: le cabía el honor de recibir la primera patada que el señor propinaba cada día, porque tenía un muy mal despertar, el pobre.

¿Cuántas veces nos acomodamos a una situación sin darnos cuenta de que es contraproducente? Muchas veces aceptamos una relación (afectiva, laboral, …) que nos está resultando negativa o, incluso, dolorosa por no atrevernos a cambiar cosas, por no dar el paso. Hace falta valor para salir de la inmovilización, no es fácil, y muchas veces afrontando el qué dirán: todos/as nos merecemos vivir en bienestar y hay recursos para ayudarnos.

Excelente café aquel doble, por cierto.

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